La vida te lleva por caminos insospechados. Cuento realizado dentro del curso de “saber para contar”. Podemos contar historias pues la imaginación, en infinita.

 

 


Corine

María Gabriela Rodríguez

Corine, tiene doce años. Es una niña de cabello castaño, ensortijado con bucles que parecen toboganes en miniatura. Su cuerpo, en desarrollo, apenas vislumbra las siluetas de algo que puede parecer las caderas escurridas y  piernas cuál popotillos. De cara redonda con algunas pecas, pues su tono de piel es blanco como la leche.

Acude a la secundaria, va caminando, se encuentra a escasas tres calles amplias de su casa, le lleva diez minutos a paso de pastoreando un gallo, pero no le molesta, ocupa ese tiempo en ir pensando.

Lo que piensa Corine, es cómo hacer que su padre la escuche. Manolo, su padre, hombretón de cuarenta años, que trabaja más de lo que debería permitirse por ley, pero no le queda de otra; dos trabajos, mantener su hogar y a su hija.

Su padre es muy alto, lo ve como un gigante, un vikingo de barba y bigote espesos color caramelo, de brazos de tronco y piernas de jamón serrano, con ojos de mirada de iceberg, tristes y solitarios. Pero ella sabe que su padre ríe, lo hacía mucho cuando era chica, cuando él bromeaba y jugaba con ella, cuando aún estaba su madre

Quedó viudo hace seis años, con lo que la pobre de Corine, poco recuerda de su madre, pero sí lo suficiente, para llenar esas noches de angustia cuando no puede dormir. Por las mañanas desayunan en silencio, si acaso, de vez en cuando, su padre le pregunta: ¿cómo va la escuela?, ella responde: va bien papá, ¿y tu trabajo qué tal?, bien hija gracias. En la cena, llega tan cansado que  solo toma un vaso de leche y tal vez un biscocho y se ve a dormir.

Se preguntarán, que hace Corine, sola todo el día, siendo una niña aún.

En su casa, que es grande, tiene un jardín con un invernadero, lo visita todos los días. Observa cada maceta y cada planta; les platica, las cuida, las ve como sus amigas, les pide ayuda, las cuestiona.

A Corine, le gusta un chico del salón, pero no sabe que debe hacer cuando él le dice que si pueden salir a comer un helado o una salchicha; ¡cómo extraña a su madre!, pero ella sabe que debe ser prudente, ¿debe serlo?, nadie le ha dicho si es o no, si es bueno o malo, ¿a quién le puede preguntar? A sus plantas, no le van a responder.

Por las noches, se da cuenta de que su padre vaga por las habitaciones, lo observa en ocasiones llorando, sabe que él también la extraña, pero no dice nada, ¿Por qué no se comparten sus soledades?, ¿Le dará pena, sentirá que lo tomará débil? Corine piensa que deberían de compartir sus soledades pero, no sabe cómo hacerlo, solo tiene doce años.

Un día en la cena le pregunta a su padre, si pueden platicar un día que necesita que la ayude, este le contesta que sí, que un día. Termina su leche y se va a dormir como autómata.

Corine al irse a su habitación, se pone a llorar, ¡nunca le va a hacer caso!

Al día siguiente en el camino a la escuela, Corine se detiene en un escaparate de la librería que se encuentra antes de llegar a la escuela. Observa los libros y ve uno que distrae su atención, entra y se sienta en el suelo sobre la alfombra mullida. Comienza a leerlo y pierde la noción del tiempo.

Por la tarde le llaman al trabajo a su padre, estaban alarmados de que Corine no llegará, nunca lo hace; el padre se asusta y sale corriendo del trabajo, por fortuna, como nunca había faltado le dieron el resto del día, siendo viernes ya tendría el fin de semana para poder saber que sucedía con su hija.

Él sabía, que no estaba perdida, conocía a su hija, sabe que es responsable y que solo se detuvo por algo que la desvió del camino, nunca haría nada que no debiera hacer, confiaba en ella.

Pero en el camino a casa, su mente se transforma, piensa en cosas horribles, ¿y si pierde a Corine?, ¿si le pasó algo?, se sintió indefenso, pensó que realmente no le ha puesto atención a su hija hace mucho tiempo.

Que ha dado por sentado que es responsable y buena niña.

Corine está leyendo un libro que la tiene atrapada, sentada en la alfombra se alcanza a ver desde la calle, por eso cuando su padre pasa casi corriendo hacia la escuela, la ve tumbada.

Se detiene y la observa, ve el reflejo del vidrio y su mente se transporta a muchos años antes, cuando conoció a su madre.

La vio sentada en un pequeño taburete en una librería, lo había atrapado con su imagen de ángel. Se sintió tan mal, que entró a la librería y sin más aviso, llegó dándole a su hija un abrazo que casi la ahoga, llorando como niño pequeño.

Su hija sorprendida le dice: papito no llores, ¿Qué sucede?, ¿qué haces aquí?, perdí la noción del tiempo perdona, no volverá a suceder.

Su padre le levanta la carita redonda y le dice: no hija, perdóname tú a mí, he sido muy egoísta, me he ahogado solo en mis propios dolores, que, no me di cuenta de que tú me necesitas.

Los dos se abrazan y Corine le dice a su padre que no se preocupe, que ella está para ayudarlo. Le pregunta si pueden llevar el libro.

Al llegar a casa su padre le dice que comerán fuera y de regreso leerán juntos ese libro. Todas las noches leen un capítulo y platican de las cosas que pasaron en el día. Después de ese día, su vida cambia por completo.

El título del libro que Corine llevó es “cómo sobrellevar el duelo”.

 

        

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Entre lo físico y lo mental (parte 2)

Lo que la mente dice, el cuerpo responde

Armando y desarmando