Cartas de amor 

capítulo 3


El reencuentro

    Poder entender por qué se ama a dios, se venera a las vírgenes y los santos; mi ideología será muy extraña. Pero no creo que a Dios le moleste que crea en él de forma tan íntima y especial. Rezarle como le rezo tanto y por tantas cosas que me han acaecido. Por aquellas que le pasan a los demás. Orar por un mundo mejor sabiendo que la moral y la lealtad, son valores que siempre llevamos a donde quiera. Porque así nos lo han enseñado. Pero aquí defiero un poco. Pienso que debemos de creer que Él, está en todos lados, como la madre tierra que nos da la vida en la que nos movemos, como el aire que respiramos, los sueños que tenemos.

    ¿Acaso él será la alegoría que todos creamos en nuestra mente haciéndola versátil y diferente?, el que nos lleva a la realidad que somos; creando distintas acepciones de guardarlo, de venerarlo. Es por ello, que puedo tener una o varias cruces en mi hogar, un objeto judío, tal vez por ahí, un buda. No quiero creer que solo existe uno.

    La ideología universal es infinita y se le da diversos nombres, para mí, solo es uno. Cuando enferma un ser amado, le pido a Él, sea quien sea. Respeto profundamente las diversas religiones, están por algo. Para que las personas crean en ellas. Solo que me pregunto ¿Por qué mandar ejércitos enteros para combatir contra enemigos ideológicos?, ¿por qué esos?, los que anteponen su vida para darle existencia a su Él. ¿Acaso ese él estará conforme que den su vida, si en realidad no viven la vida como debe ser?, con amor y respeto. Y para rematar creo que los representantes de esas diversas ideologías son simplemente seres humanos. Como lo somos cualquier otra persona. ¿Cuál es la diferencia, de que unos se abstengan de vivir, detrás de la cara… de un Él? En fin… así somos. Levantamos altares en forma de un Él creando una barrera de santidad. Pensando que la fe se representa por una imagen, cuando es una idea, un sentimiento, una acción que nos representa, como simples seres humanos.

    Cuando por fin llegué a mi casa, mi hogar. Emprendí la tarea de acomodar aquellos objetos traídos de, sabrá dónde, hechos por, quien sabe quién. Me pregunté: ¿por qué atesorar cosas? cuando solo deberíamos de tener las que nos agradan; las que nos dan gusto al sentido; las que vemos y nos causan satisfacción. Finalmente nada nos hemos de llevar, todo se quedará para los que siguen; los restos, serán polvo para las plantas.  

    Me sentí satisfecha con la labor de remodelación. Quedó tal y como la quería. No le faltaba nada, ni le sobraba nada; estaba perfecta. Pero no existe la perfección, esa, la tenemos en la medida que llenamos esos hueros que representan lo impropio o lo que no es para nosotros.

    Después de la anhelada fiesta de inauguración de mi casa  pues habían venido la mayoría de las personas que forman parte de mi vida; mis hijos, el nieto, hermano, sobrinas, en fin; amigos entrañables y personas que han estado conmigo, en las buenas y en las malas. Solo falto él, aquel que había llenado mi vida de tanta felicidad y que ahora ya no estaba. Se llenaron de olores y sabores, de colores y sensaciones. Se trasportaron a un lugar mágico donde por unas horas se sintieron, libres y plenos. Preguntaron hasta saciarse: ¿de dónde?, ¿por qué?, ¿para qué?, y entraron de lleno a mi vida, esa nueva con la que iniciaba; sola y diferente, tranquila y humilde.

    Dejé unos días de descanso, sabía que me había llegado la hora de retomar mi rutina de trabajo. Que debía de poner el despertador a determinada hora, solo por precaución, generalmente me despertaba sin necesidad de eso, funcionaba muy bien mi reloj biológico.    

    Levantarme, tomar mis medicamentos con un jugo preparado con verdura y frutas frescas y hacer algo de ejercicio. ¡Cielos me llevo mil años luz hacerlo! Siempre fui tan sedentaria que pensar en eso me daba tremenda flojera. Pero entendí que en algún momento debía de hacerlo, eso, si quería conservar mi vigor físico y mental. El equilibrio que debo tener, si quiero llegar por lo menos en adecuada salud y entereza a los setenta. Claro está que sabía que llegaría a más, pero ¿con qué calidad?, ese, es el problema. Un día sentí que no solo debía de exprimir mis neuronas y ya. Debía de ejercitar mi cuerpo, para darle esa fuerza que se requiere para no sucumbir a esos terribles encuentros con la depresión y en enojo. El ejercicio fue la única forma de retrasarlos lo más posible.

    Mi cuerpo es algo intransigente, voluble y dentro de lo que se puede a mis cuarenta y pico, no me quejo. La tiroides me da lata, pero he aprendido a manejarla, el peso está después de mucho, dentro de lo aceptable. Mido uno cincuenta y siete, peso sesenta kilos. Llegó un momento en que me revelé y después de muchos años de traer el cabello largo con mis chinos alborotados al aire, decidí traerlo corto. Soy una mujer típica, nada extraordinario. Guapa, más bien atractiva; no debería de ser tan presuntuosa, pero, por qué no decirlo, siempre me ha rodeado un aura de atractivo peculiar que alborota al sexo opuesto. Ojos llamativos, de mirada extraña entre mística y soñadora. Lo que detesto, pero aquí se me ha compuesto, es el color de mi piel; tiende a un amarillo huevo pasado y plátano pálido, pero me estoy bronceando, con su debido protector; aquí todos casi llegamos a negros cambujos. 

    Bueno sigamos. Mi rutina después darme un baño reparador y preparar la rigurosa cafetera. Porque ese, no lo perdono ni por asomo. El café es… como el despertador de ideas. Es la forma de deleitar mi paladar, un buen café. Aún tengo esa cafetera francesa que me dio hace tantos años mi hermano. La cuido como si fuera oro puro.

    En ocasiones, para refrescarme empiezo el día regando el jardín. En otras recorro el huerto en busca de inspiración. Entonces me digo: “ya es hora que tomes el ordenador déjate de hacer tonta”. Ya era momento de comenzar la primera página de algo o tal vez retomar algún proyecto dejado por falta de momentos. Esos que se deben agolpar cuando te sientas y dejas que fluyan las ideas y luego, con un poco de calma, las ordenas y acomodas.

    Yo nunca supe la razón exacta para empezar a escribir. Lo hacía en temporadas desde que era muy chica, se perdieron muchas de esas cosas. En el trascurso de mi vida, en algunas etapas en que hice del escribir mi refugio y logré hacer algunas cosas más o menos buenas. Pero la realidad es que de una forma u otra, dentro de mi mente las ideas se apiñaban queriendo salir; como lava de volcán a punto de explotar.

    Después me comenzaron a arrasar las ideas y decidí que podría hacerlo con más seriedad. Más nunca me lo tomé con  seriedad,  hasta después de que me picaran la cresta, y el orgullo. Que me dieran importancia y me sintiera segura; pero sobre todo, yo entendiera que tenía esa facilidad para poner palabras y, que al leerlas, quien lo hiciera, se sintiera satisfecho. Pero eso fue después, de mucho después.  

    Escribir es como respirar, creo ¿Cualquiera puede hacerlo? Sí, es verdad y algunos dicen que no saben cómo, también es cierto. Para plasmar ideas necesitas un orden y una estructura. Como la que tenemos en la vida. No podemos ponerlas, así como así, sin un orden lógico o impropio. Además, de que tampoco se puede hablar si sentido de muchas cosas, porque entonces no se entendería. Es lo que llaman sintaxis. Así como no podemos hacer del ordenador una herramienta que nos corrija las faltas de ortografía, eso es lo de menos. No pasa de que el corrector te diga que no entiende que, “esa aya  que me cuidaba, me haya perdido, allá lejos el camino”. Es, el  usar las palabras exactas y adecuadas, esas que queremos emplear para darle el sentido que buscamos.

    En mi caso, como el de muchos que vivimos en este hermoso país; tengo el inmenso gusto de contar con un  idioma muy rico. Podemos usar diferentes palabras para decir algo que queremos, aunque no siempre, todas son las adecuadas. A veces pienso que podemos usar una cantidad infinita de soflamas poco usuales en nuestro cotidiano vocabulario, pero las personas tendrán que recurrir a un diccionario. Lo cual es bueno, porque se acostumbrarían a utilizarlas.

    Cada día hablamos menos, cada vez, escribimos menos. Hablar de la tecnología, digamos que es buena y todo lo contrario; pero no estoy siendo contradictoria, aclarando el punto. Veo como mando mis mensajes por el teléfono celular y son cada vez más cortos, haciendo abreviaciones totalmente inadecuadas; y luego dicen que los escritores somos odiosos, pues pasamos corrigiendo a medio mundo. ¡Es mentira!, o bueno pues,  yo no entro en esa categoría.   Vamos perdiendo el hablar con las personas. Y qué decir de los correos electrónicos de ninguna manera son como mandar una carta de puño y letra.


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