Cartas de amor
Capítulo 4
El origen
Me siento triste porque ya nadie escribe
cartas de amor. Pero… ¡si ya nadie lee! Me sumí un instante recordando esas
cartas escritas al compañero de mi vida, fueron pocas. Puedo contar historias
con ellas o de las personas que encuentro en el camino. Así como las historias
que platica la gente de sus vidas, de sus amores.
Me senté en mi cómoda silla ortopédica. Ya
que debía cuidar mi espalda mientras escribía, la había conseguido a la altura
y postura perfecta para que no me cansara. Me quedé viendo la hoja en blanco. Mientras
ideaba por donde comenzar; después de tantos meses, de tantas cosas.
Empecé con algunos fragmentos de las
visitas a cada uno de los estados buscando mis chucherías. Cuando en algún
momento regresé para servirme más café. Ahí estaba. Quieta y aguardando. A la
espera, como si su mudez fuera intencional. La había olvidado en un rincón
lógicamente, porque en mi casa, no se veía fuera de lugar; y ahí estaba,
esperando por mí.
La limpié un poco, me sentía como niña con
juguete nuevo. Y expectante de no poder saber que contenían. No podía cual debe
ser, imaginar que había en ella. Pero sentía una extraña atracción. No
recordaba que algo me hubiese afectado tanto, en algún otro momento en mí vida. Era como si esa cajita fuera para mí,
y no sabía porque, no creo en cuestiones de dudosa procedencia, pero si
creyera, esa cajita estaba poseyendo mi alma. Sabiendo de antemano que no podía
abrirse, pues la llave no se encontró por ningún lado. No aparecieron llaves de
ninguna clase cuando se limpió el desván, ni en otro lugar aparentemente.
Trate de introducirle cuanta cosa se me
vino a la mente y a la mano. Cuchillos chicos, medianos y grandes; agujas de
tejer, un ganchillo y demás artefactos que a mi alcance podía tener; incluidas
varias llaves y nada. Se veía que era una cerradura muy vieja, por lo que la
llave sería de esas muy largas, pero no creo que tanto porque la caja era
pequeña.
Tomé mi bolso y salí destapada como corcho trepando
a mi camioneta. Enfilé hacia el pueblo, lo más cercano a la civilización que
había. Tenía lo indispensable, claro que tampoco estaba dejado a la mano de
dios. Teníamos lo necesario y un poco más. Nada de supermercados de cadenas que
pululan afortunadamente, ya que de entrada y volviendo al punto; las personas
que siguen sosteniendo una forma de vida en la cual no se trabaja para terceros
en discordia. Es terrible que muchas personas pierdan sus tierras porque lo que
cosechan lo tiene que vender a peso el kilo y, al último comprador se lo dan a
diez. Es por ello que prefiero los marchantes de a pie.
Tenemos botica-herbolaria, tlapalería con
ferretería y materiales de construcción; un médico, un veterinario; también misceláneas
y un expendio de granos y fertilizantes; un cerrajero que era el del taller mecánico
y también hacia de herrero, muy versátil el señor. En fin, en el pueblo no
faltaba nada. Estoy complacida y asombrada, en la cuidad uno de verdad que
aprende o se acostumbra pues ya no queda de otra a visitar al médico con
frecuencia; esto equivale a atascarnos de medicamentos, que, en muchas
ocasiones sale peor el caldo que las albóndigas. Llegas a un pueblo y, ¡qué maravilla! Aún recuerdan y guardan los
remedios de hace millones de años, se curan como en antaño y de pasada, ¡ni se
enferman! Te duele la barriga, manzanilla; tienes cólicos de esos de visita
mensual, epazote; las reumas, MaryJane en alcohol y te frotas. Bueno con
decirles que los animalitos que comemos están tan sanos y bien alimentados que
aquí eso del colesterol y triglicéridos simplemente no existen.
Aquí no existía la competencia malsana, al
contrario, de alguna manera habían hecho de este pueblo, una extensión arcaica
pero muy funcional del extinto y finado trueque. Se podía ver, cómo de unos a
otros se pasaban la mercancía que necesitasen y sin el menor menoscabo en ello,
era normal y punto. Por eso, cuando requería de algo y de momento no tenía metálico,
sencillo llevaba cualquier cosa del huerto y se daban por bien pagados.
En una ocasión me sucedió. Había olvidado
el bolso y había cortado unas lechugas, las llevaba para la señora que se
dedica en el pueblo a lavar y planchar. A mí no me plancha aclaro, porque la
ropa que uso prácticamente no es de planchar, una buena sacudida después de
salir de la lavadora y listo; pero como en todo, hay una buena persona que hace
de su trabajo una tradición, no es de extrañar que en muchos lugares aún se
puede ver cómo viven sin aparatos ni tecnología; pero he mencionado que soy un
tanto conchuda por no decir práctica. Utilizo mucha ropa de algodón o que no se
arruga mucho. Mi guardarropa esta atiborrado de huipiles de todos los habidos y
por haber, lógico de varios estados. Principalmente tengo de Oaxaca, los hay
para frio y calor, pues tienen de lana y algodón. Me los puedo poner con unos
pantalones de manta abajo, si está un poco fresco o con una falda muy larga,
todo depende del clima.
Tengo diversidad de blusas; de Chiapas y
Guerrero; de Yucatán y Guanajuato. Bordadas de todos los colores. Así ando cómoda,
floja, nada me aprieta y luzco con orgullo y sumo agrado la ropa de mi país.
Ese día, fui a entregarle unas prendas que
ya no me servían. Como había bajado un poco de peso, después de todo ese caos
de mi pérdida. Me dijo que tenía mole que le había llevado su comadre. Ni tarda
ni perezosa le dije que me vendiera un poco. Para el mole seré sincera, me da
mucha flojera de preparar. Eso de azar, tostar, moler, es demasiado para mí. Hay
inmejorables en mí país; de lo que yo pudiese intentar. Tantas variedades como
el poblano y el oaxaqueño. En fin, le dije que no llevaba mi bolso, que solo
había salido a dejarle unos triques y me contestó muy campante: < Déjeme
tres lechugas y ahí quedamos > Así fue como experimenté mi primer trueque. Así
como para equilibrar la falta de lavada de ropa, acudo a ellas para limpiar los
ventanales y a ellos para quitar hierba mala y podar árboles.
Finalmente llegué con el señor herrero y le
pregunte que si me podía abrir la caja. La observo y se puso trasparente, no pálido,
ni rojo. No se inmutó y guardó silencio un buen rato. Le dije que si estaba
indispuesto, podía volver después. Me acerco una silla lo cual me extraño
muchísimo. ¿Que de plano será tan complicado o qué?
Don Gumaro se llama el herrero del pueblo. Un
hombretón macizo de casi ochenta años pero bien dado, como buena gente de
pueblo. Se sentó en otra silla casi enfrente de mí. Cuando me percate tenía los
ojos arrasados, pero no dejo escapar una sola lagrima. Me asusto y mucho, pensé
que era algo malo. En los pueblos aún se da mucho el tener esas costumbres de
almas que vagan y muertos que hablan. Se da en algunos aunque parezca extraño, tener a los bebes dormidos con rosario y
biblia para que el chamuco no se lleve su alma. Respetables creencias además de
que nada es raro, hasta que se ratifique lo contrario.
− Mayestra… − me dijo parcamente. No sé
porque todos me llamaban así cuando ni por asomo lo era. Será porque en algún
momento me dedique en mis tiempos muertos mientras remodelaban la casa a instruir
a los niños a leer y escribir. Tal vez por eso.
− ¿Sabe de quién es esta caja? − Le
pregunte cautelosamente, pues me sentí extraña ante su reacción que no me la
esperaba.
− Supongo, que la encontró en la casa que
compró − me dijo muy serio, trabado,
tartamudeando.
No me dejó hablar. Se paró de la silla y se
fue. Después de un rato regresó con una caja igual; solamente que en vez de
unicornio, tenía un búho. Quedé estupefacta, no solo por el hecho de la
existencia de otra caja. Fue como sentir que otra parte de mí, estaba ahí. Adoro
los búhos, son mi fascinación, pero se sentí una extraña punzada que recorría
mi cuerpo electrizándolo.
Se volvió a sentar en la silla y sacó su llavero,
de esos que traen una cantidad inconcebible de llaves; se sentiría San Pedro
con las lleves del heredad. Eso me dejó más
desencajada. Extrajo dos llavecitas pequeñas con los dientes muy extraños, nada
comunes a las llaves que solemos ver.
− Las he guardado por setenta años y sabía
que un día llegaría la persona que debía tenerlas, cuando me trajeran la otra
caja. No sé si sea usted la indicada, mi interior me dice que así debe de ser,
de lo contrario, habría tirado la caja con todo lo demás que no le servía – Me
dijo con un tono en extraña combinación de ternura y comprensión, con la voz
quebrada y a la vez férvida.
Trate de articular palabra pero no podía. Estaba
no solo muda, también a la expectativa. Cuando intenté decirle que la había conservado
porque me gustó me dijo.
− No la guardo porque le gustara. Ella la escogió
pos naide sabía dónde estaba. Se rebuscó por toda la casa, incluido el desván
donde también estaban las fotos
¡Él
no podía saber de las fotos! En efecto estaban en el desván y ahí seguían. No entendía
nada. Seguí entre petrificada y curiosa como quien juega al gato y al ratón.
− Verá mayestra: hace muchos años, cuando
era un chamaquito había un sargento que era pariente lejano de los dueños de su
ahora casa. El venía muy pocas veces y solo cuando podía. Él tuvo a bien un día, dejarme esta caja a guardar. Me dijo que la
protegiera como si fuera mi vida y que algún día no sabía quién, pero que
vendrían por ella. Que yo me daría cuenta de quién era esa persona, cuando ella
trajera la otra caja. A mí para serle sincero lo tomé de loco en un principio.
Era un chamaco de diez o doce años no me acuerdo y no entendía muchas cosas. Empezando
por qué le dije: < ¿cómo sabe que será mujer la que traerá la otra caja?
> Me contestó lacónico que no me podía explicar algo que solo la divinidad, el
tiempo y espacio, podrían saber. Ta´gueno pos si está dios de por medio pos ya no
pregunto nada. Pasó mucho tiempo y no llegaba ninguna mujer. Regresó muchos
años después y le dije que no llegaba naiden. < No te apures, llegará >. Fue toda su contestación y pos seguí
guardando la caja, pos me la había dado con una severa sentencia. Las cosas del
corazón no se entienden; solo se sienten. Mayestra… nunca le entendí hasta que usted
me ha enseñado la otra. Apareció por usted, no hay más
Le pregunté − ¿y qué porque la buscó antes?
− Lo único que me dijo fue que, cuando supo que el sargento había muerto según
las habladas. Decidió pedirles permiso a los tíos para buscarla, nunca la
encontraron.
− Don Gumaro dígame una cosa, ¿sabe usted
que contienen las cajas?
Se paró de la silla me dio las llavecitas y
se fue. Arrastrando los pies, la cabeza gacha y se perdió de mi vista. Me dejó
sola, fría y sin saber nada más. Solo que ya no tenía una, sino dos cajitas, me
sentí hundirme en un piélago de dudas. ¿Me las debía llevar? suponía que sí o
eso fue lo que me dio a entender o por lo menos no hubo nada que indicase lo
contrario.
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